Ashanti Dinah

Ashanti Dinah nació en Barranquilla (Caribe colombiano) y es activista, poeta y docente afrocolombiana. Sus investigaciones se han centrado en analizar cómo algunas obras literarias de escritoras y escritores afrolatinoamericanos tensionan el código institucional y monológico de la lengua imperial y contestan al racismo y otras formas de opresión a partir de una suerte de cimarronaje estético.
 
La formación de Ashanti Dinah ha sido en lenguas y literatura y en 2021 se inició como doctorante en Harvard University. Ha publicado un poemario, Las semillas del Muntú (2019) y tiene otro inédito, Alfabeto de una mujer raíz. Sus poemas han sido traducidos al portugués, al inglés y al búlgaro, y han  ganado varios premios, entre ellos, se destaca el Premio Benkos Biohó (Bogotá, 2016).
 
La colaboración de Ashanti Dinah con CARLA consiste en una larga contribución al blog de CARLA y la participación en eventos en línea sobre arte, antirracismo y afecto. Para esta exposición, trabajó con el investigador de CARLA, Carlos Correa, y el artista afrocolombiano, Wilson Borja, para producir ilustraciones y animaciones de tres de sus poemas de Las semillas del Muntú.  Los poemas e ilustraciones tocan la espiritualidad y la ancestralidad afro, afirmando las epistemologías afro en el contexto de las luchas y la literatura antirracistas.

TRIBUTO A MI TATARABUELA
moforibale
 
Yo te saludo abuela de mi abuela,
nombre de selva o nombre musical de río.
Marca de hierro sobre el barracón de mis hombros.
 
Matria nocturna,
        cómplice de estrellas,
de tus crespos cuelgan constelaciones de plumas.
Yo me reflejo en tus ojos de mujer-ave
convertida en zumbido de hojas.
 
Te rezo este credo de brujas
            con mi lengua de bosque.
 
Curandera mía, cuando te pronuncio
            se me colma la boca de cariño.
 
Estás aquí asomada en el balcón de mis recuerdos,
en la caligrafía de mi corazón.
 
Proclama de mi sangre bozal,
yo acaricio el espíritu de tu útero:
esa terraza con olores a toronjil y salvia,
                a romero y laurel
con sabores a cazabe y melao de caña.
 
Te ofrendo mi canto para que corras libre
                a desarrugar tristezas.
 
Te doy gracias por acompañar mis caminos
y regar con efecto de sol mis raíces.
 
Yo te saludo, partera de la esperanza,
clarividente
        fumadora de tabaco.
 
Que en mi renacer de alba
broten eucaliptos y canelos junto a tu fronda.
Te pido, guíes mi mapa de vida.
        Hoy te dedico mis mejores pregones.
 

MI ANCESTRA
 
Lleva siglos incendiando
        la musgosa cerradura de mi cuerpo.
Su herencia vestida de caracoles
        es pálpito entre mis venas.
Nuestras vidas se entrelazan
        bajo el árbol sagrado de la ceiba.
 
Quienes la conocieron,
la recuerdan columpiándose en su mecedora de mimbre.
Tranquila, como si no la acechara el vértigo de la muerte
frente al alba.
 
Dicen que los gatos cazaban crepúsculos
                                                           de sus manos.
Dicen que en el malecón de sus ojos
            se asomaban barcos oxidados.
Vieron al viento del sur
tallarle un mantra de Olokun.
 
Aún la ven correr
entre las grietas del reino de este mundo
con un pedazo de aurora entre los labios.
 
En el portón del viejo patio de mi infancia,
la han visto convertida en una extraña criatura
picoteando junto a los pollos.

LA VIDA DE LOS MUERTOS

Ayer, un Tata Nganga me dijo:
los muertos nacen de las cuatro estaciones
        con el enigma de la existencia.
Nunca mueren: sólo funden su rumor de aliento con la
    tierra.
Cuando reencarnan son espejo líquido de nosotros
    mismos:
palpamos el patakí de sus vidas.

Cuando trabajan en el corazón de la manigua
se vuelven tejido de nidos, brazos de musgo y manglar
sobre el mar de los inicios.
Sus rostros se nos cincelan en las manos
untados de lodo, arcilla y estruendo.

Cuando deambulan, se vuelven habitantes
de las estrellas, pasajeros del aire.
Esa es su forma de quedarse a vivir
en el canto del ave.

Vienen desde el ayer a contemplarnos.
Como un coro de abejas surcan la curvatura de la retina.
Un misterio de luna orbitando en sus miradas
nos descifra el pensamiento.
Son los narradores invisibles de nuestros sueños.
Murmuran en concierto de imágenes
que se hacen idea y verbo.

Nos trazan canales en el cuerpo,
bosques de nostalgias, fragmentos sonoros
donde cabe el peso de nuestra memoria.

Son lluvias marcando el compás de los días.
Si los escuchamos sentimos una percusión
galopar las colinas de nuestra lengua.
La artillería de una fuerza en la médula del alma.

Los ofrendamos con frutas y flores.
De ellos es el pan recién horneado,
el café de la tarde, el agua de azúcar al caer el día.

Sílaba a sílaba, invocarlos con el bálsamo de los rezos.
Cantarles con la sangre de nuestros animales,
hoguera de versos que alumbra sus ausencias.

Soplamos ron y nos profetizan
palabras liberadas del cepo y del látigo.

¡Que a nuestros pies descienda la voz de los muertos!
¡Que nuestros dedos palpen el tambor de su tempestad!
¡Que bailen con nosotros al son de la melodía
                        más antigua!

Estos poemas se construyen alrededor de la ancestralidad como tema central, evocando la presencia de generaciones de muertos en la textura de nuestros sueños y cuerpos, en los cielos y en la tierra, en lo que comemos y en los ritmos de nuestros movimientos.

Los ancestros aquí están fuertemente ligados a África y la diáspora africana con referencias a un sacerdote Nganga, moforibale (un saludo a las deidades africanas), patakí (una historia religiosa afrocubana) y Olokun (una diosa yoruba); y con la mención de la esclavitud y de la lengua liberada del cepo y del látigo.

Un sentido de las redes rizomáticas y los movimientos de la diáspora es transmitido por imágenes de nidos, musgos y manglares, constelaciones de plumas, frondas, grietas, fragmentos, susurro de hojas y gatos cazando destellos crepusculares que bailan en las manos de un antepasado.

Ref.

Las ilustraciones de Wilson Borja dramatizan la tensión entre ascendencia y diáspora que se evidencia en los poemas. Por un lado, las raíces ancestrales se simbolizan en la ceiba, el cuerpo humano racializado -manos, huellas de manos, rostro, forma femenina- y los símbolos religiosos afrocubanos (círculos y cruces). Por otro lado, la proliferación diaspórica sin fin se transmite en imágenes de frondas que se multiplican, entrelazadas con cabello afro que explota, peces en movimiento, fragmentación visual y disyunción.

Los poemas y las ilustraciones juntos forman una poderosa afirmación de la espiritualidad de la diáspora africana y la conexión ancestral, junto con una celebración de las interminables disyuntivas y multiplicaciones que marcan la experiencia africana en las Américas.